¿Cómo y por qué tomamos las decisiones que tomamos? Esta pregunta, hasta no hace mucho, pertenecía más al campo de la metafísica que al de las ciencias experimentales. Por decirlo de otra manera, era más posible encontrarla en el temario de una asignatura de Filosofía que en el de una de Psicología o de Neurobiología. Dentro de la neurociencia cognitiva, históricamente se han dedicado más esfuerzos y recursos a comprender mecanismos como la memoria o la percepción. Sin embargo, numerosas investigaciones realizadas en los últimos años nos muestran que ha comenzado a emerger un campo de estudio llamado Neurociencia de las Decisiones, cuyo objetivo es aunar algunas investigaciones en neurociencia y ciencias del comportamiento.
Sin duda, la neurociencia de las decisiones va a dar mucho que hablar. Lejos de tener la probabilidad de convertirse en un área de trabajo oscura y misteriosa, hay al menos una de sus vertientes que le asegura atención y, por tanto, financiación: la neuroeconomía. El premio Nobel de Economía que ganó Daniel Kahneman en 2002 es un claro signo de la importancia que estas áreas han adquirido hoy en día y del potencial que tienen.
Joseph Stiglitz, premio Nobel de Economía de 2001, que en una entrevista aparecida en El País, y hablando de la actual crisis económica, decía: “Por ejemplo, necesitamos reglamentar los incentivos. Las primas [a los directivos] deben pagarse basándose en los resultados de varios años, y no de un solo año, porque esto último fomenta las apuestas”. Al recibir primas anuales, las decisiones de estos directivos tienden al riesgo porque reciben una recompensa muy jugosa instantáneamente, es decir, se basan mayormente en lo que se denomina la “componente amigdalina” de la decisión, la de placer o dolor inmediato, sin tener porque quedarse a ver las consecuencias a largo plazo de sus decisiones y sin tener que pagar por sus errores. Sin embargo, si las primas se otorgasen por los rendimientos de periodos más largos, se obligaría a los directivos a utilizar la “componente cortical” de la decisión, en la que entrarían tanto la memoria de errores similares en el pasado como las consecuencias de sus acciones en el futuro. Seguramente, arriesgarían mucho menos si el sistema de primas funcionase así, y por tanto tal vez no se hubiese llegado a esta situación de crisis económica.
Pero no sólo se trata de las conclusiones que la neurociencia puede aportar a la economía; se trata de que todos los seres vivos toman decisiones, ya que son la manera de afrontar un entorno cambiante. En concreto, y por ceñirnos al caso que nos (pre)ocupa, el ser humano se pasa la vida tomando decisiones. Y nuestras mentes son lo suficientemente complejas para que el modo en que decidimos siga siendo un misterio. Sin embargo, el trecho recorrido hasta ahora resulta esclarecedor. Damasio nos dice que Spinoza acertaba cuando no aceptaba una separación entre cuerpo y mente; es más, reivindica que el cuerpo antecede a la mente en todos sus procesos, incluyendo la toma de decisiones: ser es antes que pensar, a pesar de Descartes. Los marcadores somáticos de Damasio abren numerosas preguntas en torno a la consciencia y la identidad de las personas, y devuelven a un primer plano un concepto tachado muchas veces de irracional y marginal: la intuición. Al demostrar que nuestros mecanismos de alerta comienzan a funcionar mucho antes de que seamos conscientes de ellos, nos hace reconsiderar porqué tomamos las decisiones que tomamos. Investigadores como Gerd Gigerenzer están buceando en este concepto, intentando comprender cómo podemos tomar decisiones basándonos en fragmentos diminutos de información y que ventajas evolutivas tienen estos mecanismos.
Por otra parte, el conocimiento sobre el sustrato neural de la decisión abre las puertas a la medicina y la farmacología. Los estudios de Antoine Buchara sobre la relación entre personas adictas a sustancias y pacientes de lesiones de la corteza prefrontal ventromedial podrían cambiar para siempre la visión, tanto médica como social, que se tiene de la adicción a las drogas. Conocer qué áreas del cerebro, qué neurotransmisores y que potenciales eléctricos están implicados en la toma de decisiones puede ayudar a solucionar enfermedades y puede contribuir, a la larga, a que disfrutemos de una sociedad más sana.
Sin embargo, este conocimiento abre también otras puertas mucho más oscuras, como la posibilidad de alterar los mecanismos de decisión de personas sanas como método de control social. Sin saltar a la ciencia ficción y pensar en chips insertados en el cerebro, y sin ser fatalistas, conviene recordar el neuromarketing, es decir, el estudio de los mecanismos cerebrales que subyacen a la economía de consumo. Este campo se está convirtiendo en el nuevo marco teórico de los negocios de publicidad y ventas, ya que aprovecha las numerosas investigaciones hechas en torno al marketing en los últimos 50 años para extraer conclusiones respecto a cómo decide el consumidor. En una época en la que nos vemos expuestos a miles de mensajes publicitarios cada día, triunfará aquel publicista (o escaparatista, o diseñador) que consigan acercarse más a lo que nuestro cerebro considera importante para tomar una decisión, de la que muchas veces no somos conscientes hasta llegar a casa y vaciar las bolsas de la compra . Las tiendas, los anuncios, los embalajes… hoy en día, todo lo que rodea a cualquier producto de consumo es extremadamente sofisticado, y es previsible que lo sea cada vez más con el viento de la neurociencia en sus velas.
Me parece claro que este campo de la neurociencia también puede aportar muchas conclusiones que ni siquiera tendrán que pasar por la farmacia. El que una persona sepa más acerca de cómo y porqué toma decisiones puede ayudar a guiar su vida. Creo que es importante saber que una gran parte de nuestra decisión es inconsciente, que decidimos cosas antes de pensar en decidirlas y que a veces nuestra intuición o nuestra lógica, o las dos, pueden equivocarse. Conocer qué factores influyen en las decisiones que tomamos y saber cómo integramos esos factores puede tener implicaciones desde la política a la gestión del agua, pasando por los conflictos sociales o interpersonales hasta llegar a los conflictos de pareja… ahí es nada.